SILENCIO: 5 PASOS PARA ENCONTRARSE CON DIOS

(Meditación a partir de El gran silencio, de Philip Gröning)




1. Dejarse encontrar en el silencio sorprendente

La película de Philip Gröning se abre con un prólogo y se cierra con un epílogo idénticos: “Pasó antes del Señor un viento huracanado, que agrietaba los montes y rompía los peñascos: en el viento no estaba el Señor. Vino después un terremoto, y en el terremoto no estaba el Señor. Después vino un fuego, y en el fuego no estaba el Señor. Después se escuchó la voz de una brisa tenue. Elías, al oírlo, se cubrió el rostro con el manto y salió a la entrada de la gruta” (1 Re 19,11-13).
 













Elías es un personaje bastante parecido a nosotros: inquieto, hiperactivo, devorado por el celo de Dios, lanzado a la defensa de Yahveh frente a los profetas de Baal... No en vano se le conoce como “el profeta de fuego” y así es recogida su memoria en la tradición sapiencial: “Después surgió el profeta Elías como fuego, su palabra abrasaba como antorcha...” (Eclo 48,1). Sin embargo, el Señor le sale al encuentro, no en el celo de su fervor infatigable, ni el viento huracanado de sus invectivas contra los malos, sino en la voz de un silencio tenue. Lo cual no quiere decir que todo cuanto Elías había hecho por Dios y deseaba seguir haciendo, con gran dedicación, generosidad y amor, no fuera valioso. Sino que Dios, tan pedagógico y paciente con nosotros, quiso enseñarle a Elías (y, en él, a nosotros...) que en la pura desnudez de todas nuestras obras y proyectos, en el silencio de las imágenes, los recuerdos, las preocupaciones y los agobios, su Presencia y su Palabra se hacen perceptibles. Descubrimos entonces que somos habitados por alguien más que nosotros mismos.
Humanamente hablando, el silencio es una terapia excepcional para sanar el estrés que crispa nuestra vida. ¿Cuánto tiempo hace que no paseamos por un parque en silencio, tan sólo escuchando los sonidos de nuestros pasos en el camino o sobre la hierba, el canto de los pájaros y las voces de los niños que juegan? ¿Cuánto tiempo hace que no nos regalamos detenernos a contemplar las gotas de lluvia que caen? ¿Cuánto tiempo hace que no nos deleitamos en mirar el rostros de nuestros seres amados, despacio, sin prisa, redescubriendo detalles que ya habíamos olvidado? ¿Cuánto hace que no miramos “las aves del cielo” ni olemos “los lirios del campo”, como hacía Jesús, contemplativo silencioso de la maravillosa creación del Padre? ¿Cuánto tiempo hace que no nos regalamos una buena lectura, sentados sin prisa en nuestro sillón favorito? ¿Cuánto tiempo, que no permanecemos callados el espacio suficiente como para aquilatar las palabras que hemos de pronunciar?
Hacer nuestra vida más silenciosa está al alcance de nuestra libertad. Basta apagar la televisión, prescindir de la radio o el mp3, no hacernos esclavos del móvil, no salir “de tiendas” en momentos de ansiedad... y disfrutar, simple y llanamente, de mayores espacios de silencio donde el espíritu y el cuerpo se desintoxiquen del exceso de ruidos que colman nuestra descuidada y maltratada interioridad.
 

 
2. Dejarse encontrar en la escucha atenta
 
En medio del silencio de las celdas de la Gran Cartuja trapense cercana a Grenoble, la imagen repetida de un oído atento y una mirada serena reposando sobre las páginas de un libro abierto nos trae a la memoria el mandato principal que recibió Israel de su Dios: “Shemah, Yisreel... Escucha, Israel” (Dt 6, 4).
La casi total ausencia de palabras en El gran silencio puede producir, a quien no esté acostumbrado a ello, una sensación de vértigo y un deseo de huída irreprimible. Pero es una condición necesaria para la escucha de una palabra que “está cerca de ti. La tienes en los labios y en el corazón para que la pongas en práctica” (cf. Dt 30,14). 













Ésto es el silencio, –dice una de las frases que van jalonando la película, -dejar que el Señor pronuncie en nosotros una Palabra igual a Él”. Frase preciosa y enigmática que da qué pensar. La Palabra de Dios igual a Él es Jesús. Jesús es el rostro del Padre, porque Él mismo dice: “Quien me ve a mí, ve al Padre” (Jn 14,9). Pero además Jesús es una Palabra enteramente igual a nosotros, menos en el pecado, para que podamos reconocernos en Él, pensar, sentir, elegir y actuar como Él. Esta Palabra que es Jesús está cerca de nosotros “en nuestros labios y en nuestro corazón para que la pongamos en práctica”. Esta Palabra fue pronunciada sobre nosotros en el momento de la Encarnación, y sigue siendo pronunciada siempre.
Los oídos atentos de los monjes de la Gran Cartuja son un contrapunto a la sordera crónica que padecemos para lo realmente importante: la Palabra de gracia que es pronunciada sobre nosotros todos los días, para ser escuchada y acogida.


 
3. Dejarse alcanzar en la oración continua
 
Un tañido de campana profundo y solemne resonando en los Alpes franceses es la señal que congrega a los monjes de la Gran Cartuja para la oración litúrgica, o para el rezo del ángelus, cada mediodía. En esta ocasión, cada monje, disperso por el monasterio y ocupado en sus trabajos, abandona su quehacer y se postra de rodillas para el rezo mariano. Dios es el Señor del tiempo y nada hay más importante, en ese momento, que dirigir la mirada al Único Rostro, por mediación de María, recordando el momento más importante de la historia humana: la Encarnación del Verbo.
Ninguna tarea es más importante que este reconocimiento y adoración
No es extraño, por el contrario, que los cristianos, que vivimos insertos en un mundo sumido en continua y atropellada actividad, no encontremos un minuto para Dios. La razones para no orar parecen justificadas y perfectamente razonables: el trabajo, los niños, la compra, los amigos, la familia... Y además, en nuestro piso no hay un espacio adecuado y silencioso donde poder concentrarse. Los monjes lo tienen fácil. Por otra parte, no tienen otra cosa que hacer, ésa es su tarea.
Pero vamos a mirar a Jesús, la Palabra de Dios pronunciada sobre nosotros: dice el evangelio de Marcos que la agenda de Jesús era tan apretada que muchos días no tenía tiempo ni para comer (cf. Mc 6, 31). Sin embargo, de madrugada, buscaba un lugar solitario y allí se ponía a hacer oración (Mc 1,35). Es imposible mantener viva la memoria de nuestra identidad de hijos amados de Dios si no dedicamos un tiempo a la oración, con relativa frecuencia, para dejar que el Padre, que habita en lo secreto, nos dirija su Palabra de amor. Jesús invita a orar siempre “sin desfallecer” (Lc 18,1) y “en todo tiempo” (Lc 21,36). Buscar la ocasión está también al alcance de nuestra libertad, si realmente lo deseamos. Quizá la Cuaresma es un tiempo propicio para preguntarnos hacia dónde está orientado (¿quizá atrapado?) nuestro deseo.  
Propongo un testimonio quizá menos sublime que el de los cartujos, pero más cercano a nuestras costumbres de vida urbana. En una ocasión entrevistaron a la biblista Dolores Aleixandre, rscj, sobre su modo de orar, y respondió lo siguiente: “El otro día, cuando un taxista me preguntó por dónde quería que fuéramos, le contesté: “Lléveme por donde le parezca mejor”. ¡Y cómo me voy a fiar de Dios menos que de un taxista! Lo que trato de hacer cuando rezo es dejar que Él me programe la hoja de ruta. Llevo ya tiempo bastante convencida de que esto de la oración le importa a Dios más que a mí, de que es más asunto suyo que mío y de que, como me descuide (San Juan de la Cruz decía aquello de “dejando mi cuidado”) y me ponga a tiro de su acción, Él hará lo que acostumbra, que es hacernos parecidos a Jesús. Así que si lo suyo es amar y comunicarse como le dé su real divina gana, me parece que lo mío es ante todo no estorbar.
Cada noche leo el evangelio del día siguiente y trato de que me resuene también en el corazón la “otra Palabra” que Él ha ido pronunciando a través de las personas y las cosas que han pasado en el día y luego procuro que ese “rumor” me acompase el sueño, en vez del barullo de los tertulianos radiofónicos, televisivos o literarios. A esa hora les digo como en el cónclave: Exeant omnes!, y les cierro la puerta sin más contemplaciones...
En la mañanita echo mano del kit de oración” consistente en cojín de zen que me ayuda a mantenerme en buena postura, rincón tranquilo con icono y vela encendida (valiente tontería, pienso a veces, porque suelo cerrar los ojos). Con el ir y venir de la respiración voy repitiendo tranquilamente el nombre de Jesús o algunas palabras hebreas... También aprovecho las “ofertas de temporada”, o sea los distintos momentos del año litúrgico: no es lo mismo respirar el nombre de Jesús en Adviento que en Pascua o en Pentecostés. Y no me pregunten por qué.















A veces me rondan las tentaciones: “Vaya desperdicio de imaginación, con la cantidad de ideas de colores que a ti se te ocurren enseguida, en vez de esta sosera tan vacía y tan oscura”. Me defiendo como puedo, agarrada a la experiencia ya antigua de que ésa es para mí la puerta estrecha para “entrar en lo escondido” y quedarme ex-puesta a la mirada del Padre. Por eso me agarro como una náufraga al ir y venir de la respiración, que, como una okupa benéfica, va desalojando mi corazón de ideas, de palabras y de las distracciones pesadísimas que entran y salen brincando como pulgas de playa.
En medio de tantos intentos torpes y a trompicones, sigo pensando que no sé rezar, pero me consuela pensar que lo contrario (creerme que ya he aprendido) sería mucho peor”.


 
4. Dejarse seducir por “El que es”
 
A lo largo de El gran silencio, se van sucediendo textos tomados de la Biblia, de algún Santo Padre o de algún místico contemporáneo, que dividen las casi tres horas de metraje en bloques temáticos. Si prescindimos del prólogo y del epílogo, sólo dos de esas frases se repiten de modo insistente. La primera está tomada de Lc 14,33: “Quien no renuncia a todos sus bienes no puede ser mi discípulo”. Cuatro veces se repite esta frase acompañando escenas que hablan del estilo de vida despojada y humilde de estos monjes cartujos: la ceguera de un anciano, las posesiones mínimas a la puerta de cada celda, la profesión de nuevos miembros abrazando la soledad y el silencio de la orden, el juego infantil de uno de los monjes con los gatos a los que lleva la comida, la enfermedad, la postración definitiva... 
       
La palabra renuncia provoca casi un rechazo visceral en las sensibilidades modernas, más dadas a buscar experiencias gratificantes y placenteras, porque parece que eso “realiza” más que la antipática y frustrante renuncia.
Sin embargo, junto al “despojamiento”, también se nos muestra la paradójica riqueza de estos hombres entregados a Dios.
Su primera riqueza es Dios mismo, según proclama Jesús en el discurso de monte: “Dichosos los pobres porque Dios es suyo” (cf. Mt 5, 3). Dios es su tesoro, el Absoluto de su vida, como cantaba nuestra Santa Teresa de Ávila en su poema Nada te turbe: “Vénganle desamparos, / cruces, desgracias; / siendo Dios su tesoro, / nada le falta”. Su modo de vida y su continua oración de alabanza lo proclaman, a los cuatro vientos, a una sociedad que dice estar “sin noticias de Dios”.
Por eso, la primera palabra en la vida de los cartujos no es la renuncia sino el Amor que seduce: “Me sedujiste, Señor, y me dejé seducir” (Jr 20, 7). Cinco veces se repite este texto a lo largo de la película. Sólo la seducción del Amor hace posible la renuncia, porque el ser humano tiene vocación de felicidad y sólo quien la experimenta adquiere la fuerza para asumir y aceptar el lado oscuro de la existencia.  











Hay una escena repetida, muy significativa en El gran silencio: en el silencio de la noche, en el centro de la pantalla, en medio de la oscuridad absoluta, surge una luz diminuta. La presencia de esta llama parpadeante se mantiene, insistente, durante un tiempo prolongado. Es la luz del Santísimo, la luz que simboliza la Presencia Real de Dios en medio del templo (en el centro de los templos vivos que son cada uno de los monjes...), la Presencia Eucarística. Esa luz, irrelevante para mucha gente hoy día, es capaz de iluminar toda tiniebla, y es el centro de la vida de estos hombres entregados a Dios. Dios mismo es la Luz inextinguible que llena de resplandor la vida aparentemente tediosa e insignificante de estos hombres de fe. 
Philip Gröning nos presenta, en varias tomas, el claustro de la cartuja, las habitaciones, los diversos rincones de la casa, transidos de una luz transparente, límpida e intensa. No son vidas oscuras las de estos hombres, sino vidas repletas de sentido, luminosas. 
La Cuaresma es tiempo para contemplar el amor de Dios manifestado en la entrega de su Hijo. Nadie tiene amor más grande. Precisamente el papa Benedicto XVI centra su mensaje de Cuaresma en el versículo de Juan “Mirarán al que traspasaron” (Jn 19, 37) y dice:
“...¡Miremos a Cristo traspasado en la Cruz! Él es la revelación más impresionante del amor de Dios... En la Cruz, Dios mismo mendiga el amor de su criatura: Él tiene sed del amor de cada uno de nosotros... En verdad, sólo el amor en el que se unen el don gratuito de uno mismo y el deseo apasionado de reciprocidad infunde un gozo tan intenso que convierte en leves incluso los sacrificios más duros. Jesús dijo: “Yo cuando sea elevado de la tierra, atraeré a todos hacia mí” (Jn 12,32). La respuesta que el Señor desea ardientemente de nosotros es, ante todo, que aceptemos su amor y nos dejemos atraer por Él. Aceptar su amor, sin embargo, no es suficiente. Hay que corresponder a ese amor y luego comprometerse a comunicarlo a los demás: Cristo “me atrae hacia sí” para unirse a mí, para que aprenda a amar a los hermanos con su mismo amor. 
La segunda riqueza paradójica de los monjes es su libertad. ¿Quién podría pensar que unos hombres comprometidos a estar de por vida encerrados en una cartuja pueden ser, en realidad, infinitamente más libres que quienes tenemos la libertad de salir y entrar y cambiar proyectos y romper rutinas? ¿Es la multiplicidad de opciones la que nos hace libres, o la capacidad de elegir a fondo perdido un Amor y arriesgarlo todo por Él, siendo dueños y señores de nuestra persona y nuestra vida para entregarlas entera y apasionadamente a Alguien o a algo, sin mudanza
La tercera riqueza es el reconocimiento de que “todo es gracia” en la vida: el tiempo, el día, la noche, la nieve, el fuego, el alimento, el vestido, el trabajo, el recreo... Nada es mejor ni peor que otra cosa. Todo tiene su puesto y su sentido en la armonía de lo creado. Nada se juzga bueno o malo según me afecte. Todo es bueno y bello simplemente porque es obra de Dios. Habitualmente concebimos la vida de los monjes como “muy espiritual”, desencarnada y enemiga de los sentidos. El gran silencio revela una vida que regala el oído con la belleza de la música  y el canto suave y sereno de los monjes,  la vista con los paisajes espléndidos de la naturaleza y la belleza de la luz penetrando por las ventanas del claustro o de las celdas, el tacto con el cuidado tierno de los más jóvenes hacia los cuerpos enfermos y heridos de los ancianos, el olfato con las flores que pueblan el jardín a pesar de las nieves, el gusto con el pan cotidiano... Todo lo acogen como el único y el mejor don del que pueden disfrutar en el presente. Quizá nuestros sentidos, nadando en sobreabundancia, hayan perdido la capacidad de gozar de aquello que nos regala la vida. “¿Qué tienes que no hayas recibido?” (1 Cor 4,7) es el texto de Pablo que expresa el significado del mundo material para estos hombres y para todo creyente.
           
 


 
5. Dejarse transformar por el rostro del prójimo
 
Entre las muchas cosas que sorprenden en El gran silencio están las secuencias de los rostros, expuestos con simplicidad ante la cámara. ¿Alguna vez nuestros lectores han hecho la experiencia de mirar a alguien de cerca y de lejos, desde todos los ángulos posibles, sin juicios, durante unos minutos, y luego dejarse mirar del mismo modo? Les aseguro que es una experiencia inquietante, turbadora... y tremendamente pedagógica.
       
Mirar el rostro del prójimo cercano y lejano con benevolencia y bondad desarma todos nuestros prejuicios y termina encontrando la belleza enraizada en lo más íntimo de su ser. A veces vamos tan deprisa que ni siquiera miramos a la cara a la gente con la que, más que encontrarnos, tropezamos en el camino de la vida.  
      
La mirada silenciosa sobre el prójimo enseña lo absurdos que resultan nuestros enfados, resentimientos y prejuicios hacia él, que es, como nosotros, simplemente un ser humano con sus dones y sus límites. Jesús siembra el desconcierto absoluto en unos hombres que arrastraban ante él a una mujer sorprendida en adulterio para que Él la condenara (cf. Jn 8, 1-11). Jesús calla y escribe en el suelo no sabemos qué hasta que, al final, apremiado por los acusadores, pronuncia una palabra que cambia la actitud de aquellos hombres hacia la mujer pecadora: “Quien esté libre de pecado, que tire la primera piedra”. Aquellas palabras ¿simplemente les hicieron entrar en si mismos y avergonzarse de su propio pecado, o llegaron incluso a transformar, de algún modo su mirada respecto a la mujer? ¿No sucedió, quizá, que la pecadora pasó de ser una “enemiga” a una “hermana”? Una mirada sincera y limpia de todo juicio sabe reconocer en el prójimo a la “carne de nuestra carne y sangre de nuestra sangre”. Mirada solidaria y compasiva, reconciliada, que no tiene en cuenta los errores ni las ofensas cometidas. Pasos que se apresuran a recibir, brazos que se abren para abrazar, corazón dispuesto a alegrarse y festejar la vuelta del hijo perdido (cf. Lc 15, 1-3,11-32). Paciencia que sabe esperar siempre lo mejor del otro y confiar en que nadie está nunca definitivamente perdido (cf. Lc 13,1-9).
Hace años una película de José Luis Garci, Canción de cuna, me enseñó que “saber mirar es saber amar”. El gran silencio ha desempolvado en mí aquella noticia. Una noticia que parecía conocer muy bien el sacerdote francés, Gèrard Bessières, cuando escribió en su diario: 
“Hoy he embellecido a una mujer. Hace meses, incluso años, que no lo hacía. Con una mirada atenta, disfrutaba antes despertando belleza en rostros que incluso parecían feos. ¿Por qué he dejado, o casi, de llamar con mis ojos la luz que, desde lo profundo de los seres, puede transformarles? Sin duda porque me he dejado ahogar por preocupaciones y miedos que me han abrumado.
Había olvidado casi ese don precario de zahorí de la belleza, cuando entré en un café de la calle Saint Dominique. En la barra, unos cuantos clientes ruidosos. La camarera, del otro lado, doblada sobre la pila, estaba fregando vasos. Rostro sin expresión. Cuando se enderezó, vi sus rasgos desprovistos de finura, los ojos hundidos, los cabellos descuidados. Me senté en una mesa y empecé a sacar unos papeles para trabajar. Dejó el mostrador secándose las manos, y vino hacia mí. Fue entonces cuando sentí ganas de embellecerla. Como lo hacía antes. Me esforcé inmediatamente por desentenderme de todo, por ser sólo respeto y atención delicada, por hacer como si en el mundo sólo estuviese ella, y la miré. Sin insistencia, simplemente. También ella me miraba, enredando distraídamente con el trapo.
-¿Qué desea, señor?
-Por favor, un café. 
Había empezado ya el milagro. Indescriptible. Y su cara comenzaba a cambiar, se le animaban los ojos. Se dirigió tras la barra para maniobrar la cafetera. Cuando se volvió hacia la sala buscando una taza, con la punta de los dedos se retiró el pelo. La miraba. No sabía que se estaba haciendo hermosa. Trajo el café. Era una joven o una mujer joven sencillamente, con la fatiga diaria como visible herencia. Dejó la taza. Al darme las gracias, después de recoger las monedas, me miró. Yo estaba esperando discretamente. Procuraba -¿es posible del todo?- mirar sin... poseer. Fue en aquel instante cuando estuvo muy hermosa. Detrás de la barra, durante unos minutos, conservó aquel brillo modesto. Después me di cuenta de que decrecía un poco. Cuando salí, dijo: “Hasta la vista, señor”, sin particular atención. Ella no sabía nada.
Salí contento. Tenía ganas de decir a los transeúntes de rostro cerrado: “Deteneos un instante, ¿queréis que os embellezca?”.
¿Cómo he podido olvidar que antes disfrutaba haciendo que los rostros cantaran? Siento que se trata de mi vida más honda, la que corre peligro de endurecerse y de morir, la que sólo existe dándose. ¿Será posible dar hermosura como el alfarero o el escultor, con una mirada sobre la arcilla de la humanidad?”
 
Gèrard Bessières, Préstame tus ojos, Salamanca 1998, ps. 15-16